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lunes, 9 de noviembre de 2015

PRESENTACIÓN EN SALAMANCA

El próximo día 20 de Noviembre compartiremos un rato de charla sobre la novela TIEMPO DESNUDO en la librería Hydria, que ha tenido a bien acogernos. Ahí va la invitación por si os interesa pasaros un rato.


domingo, 7 de septiembre de 2014

SUCINTA HISTORIA DEL MES DE NOVIEMBRE

Hace ya dos años salió a la luz mi primera novela y, para hacerle justicia (sólo había presentado la segunda en el blog), voy a dedicarle también una entrada. Creo que aún se puede conseguir, basta con escribir el título en un buscador y aparecen varias librerías que la ofrecen en sus sucursales virtuales...






martes, 3 de diciembre de 2013

8. UNA TARDE DE JULIO


Comenzaba una ligera brisa, aún tibia pero ciertamente reveladora de esperanzas más frescas, indicios de algún suave viento por venir al amparo de las nubes de convección que se iban formando a hurtadillas tras del bochorno descorazonador que ocupara el día. Ese calorón que, en ocasiones, quita hasta las ganas de vivir. Sudadas, desvencijadas sobre unas sillas, con unos vestidos ciertamente cortos y floreados, Yolanda y Lurdes ofrecían la casi totalidad de sus piernas a la insignificante corriente de aire que pugnaba por sobrevivir, incluso por crecer al amparo de la tarde de Julio. Desde niñas habían adoptado voluntariamente la costumbre de vestir igual, o de forma muy parecida, como sucede a algunas hermanas quizá por imposición materna, y sus cuerpos, quizá modelados por el mismo atuendo, se habían desarrollado a la par mostrando similares formas, ligeramente más estilizadas en Lurdes. Aquella tarde, que comenzaba a nublarse, unas minúsculas gotas de sudor perlaban la cara interna de los muslos en las dos mujeres, entre el vello corto, apenas perceptible si no fuera por los esquivos resplandores dorados que a modo de ígneas tildes lo hacían visible por la denuncia de los rayos de sol que aún podían esquivar las nubes. Y esperaban; los breves pechos de Yolanda holgados, desentendidos de la abierta parte superior del vestido, se ofrecían a cualquier mirada de soslayo mientras su cabellera oscura y rizada caía hacia atrás algo húmeda. Ramiro no terminaba de llegar, siempre tarde, al margen del tiempo, aunque, a decir verdad, de su boca no habría salido como de costumbre ninguna hora concreta para el encuentro. Sólo sabían que llegaría, como siempre y, entre tanto, solas, en la destartalada terraza del ático, pugnaban por respirar profundamente el aire hasta entonces irrespirable, sorbiendo de cuando en vez entre los enormes hielos del combinado a base de licor de naranja y un chorrito de menta. Lurdes se inclinó hacia la pequeña mesa redonda para encender un cigarro y las gafas oscuras, demasiado grandes, cayeron hasta la punta de su nariz y, por su pelo liso recogido, castaño muy claro, reptó un reflejo brillante recorriendo su cabeza hacia atrás desde la frente, “se está nublando, voy a quitarme las bragas”, dijo a modo de información sin esperar respuesta; su amiga esbozó una sonrisa pero pensaba en otra cosa, en algo vago, se sentía bien, relajada, con la cabeza echada hacia atrás recogía ya un poco de fresco al paso del aire entre su pelo húmedo, gestando, muy dentro de su cabeza, unas difusas ganas de alguna temeridad. De abajo llegaban unos ruidos sordos, desvaídos, como de otro mundo, incoloros retazos de tráfico, rumores difusos de voces, retales de melodía vertidos a la atmósfera desde la acristalada puerta de un bar allá abajo, ritmos escupidos desde la ventana de algún adolescente en un bloque a varias manzanas, la cola deshecha de una lejana sirena produciendo una breve perturbación en la densidad del aire y todo ello, junto con el cielo que se volvía irremisiblemente gris gravitando como el propio verano sobre la ciudad medio vacía, envolvía los dos cuerpos aún jóvenes en un algodón sublime y despreocupado. Breves intervalos de sol aún hacían chillar el catalán del suelo, mordido, y refulgir el muro color crema, de una altura hasta el pecho, disimulando sus desconchones. El muro que separaba todo aquello del abismo. Entre el aroma mitad sugerente mitad agresivo que desprendían la piel y el cabello de las chicas, mandarina y sándalo, comenzaba a llegar un olor de polvo húmedo flotando en la mezcla de metales pesados, hidrocarburos, hojas verdes calcinadas de las plantas vecinas y el parque próximo, con sus setos y acacias maltratadas y sus parterres de flores por robar.

            Ramiro abrió con lentitud la acristalada puerta de acceso a la terraza adelantando con suspense estudiado su pierna izquierda terminada en una raída zapatilla gris, provocando como esperaba las entusiastas exclamaciones de sus amigas. Para cuando su desgastado pantalón vaquero ganó por entero la posición, Lurdes ya abrazaba con fuerza alrededor de la camiseta blanca desbocada y lo besaba repetidamente bajo el lóbulo de las orejas y en la comisura de los labios. Yolanda se sumó enseguida a la fiesta metiendo su mano por la espalda desnuda de Ramiro hasta la nuca y jugueteando con su pelo, “vale, vale, chicas, yo también me alegro, pero no soy de piedra…”. Él las dejaba hacer, eran sus chicas, desde la adolescencia, una relación imposible de definir, enseguida lo compartieron todo, Ramiro extasiado por la belleza de sus cuerpos, por sus ganas de vivir, por su entusiasmo desbordante, por sus locuras, por haberle elegido para sus confidencias; ellas atraídas hacia la extraña personalidad de él, muy fuera del circuito habitual para chicos de aquella edad, indiferente al deporte, alérgico a los alardes, siempre con sus movimientos elegantes, sosegados, con su voz queda, su discurso lento, desgranando historias imposibles, sensaciones inadvertidas, deseos inconcebibles. Con su cara de ingenuo y sus opiniones absurdas, con sus comentarios ácidos y sus particulares aficiones. Pasaron los años, algunos, ellas tomaron sus parejas, Yolanda incluso se casó, él se quedó en el ático de sus padres, con la gran terraza destartalada donde habían pasado tantas horas, y su relación, con el tiempo, no hizo más que estrecharse; así que, cada uno contaba con su llave del ático. Y se veían allí con el absoluto desconocimiento del resto del mundo, incluidas las personas teóricamente más cercanas a cada uno de ellos, aún eran jóvenes y para cuando no lo fueran sería lo mismo, esa era su vida y lo demás el resto del mundo. Ramiro se dejó caer en su hamaca milenaria de estructura de madera comida por la intemperie y loneta descolorida por el sol y guardó silencio, “cuéntanos algo, anda, no nos tengas así…”, y él se quedó mirándolas con media sonrisa, divertido, pensando en lo bonitas que estaban tan fuera de sus vestidos, tan deseables, con sus extremidades largas, sus cabellos brillantes, sus labios pintados… “No sé, ya me estoy cansando de tener que amenizaros siempre la velada”, dijo con fingida mala leche, “total para que os acabéis descojonando…”, y Lurdes, “anda, so bobo, cuéntanoslo ya”. Él calló de nuevo unos segundos, pensativo, “no sé si he tenido suficientes besos…”, y ellas se le tiraron encima comenzando un besuqueo furioso entre risas. “Ya está, ya está, vale, tiempo…”, no le quedó más remedio que zafarse tirándose al suelo desde la hamaca hasta que se retiraron a sus respectivas sillas, “está bien, os voy a contar algo alucinante, que sólo yo conozco ¿estáis preparadas?”, “bueno, yo ya estoy sin bragas, no te digo más…”. Y los tres rieron a gusto antes de que Ramiro pudiera comenzar la historia:

“El otro día hablé con Pedro, me llamó aquí, al fijo, quería hablar conmigo, ventajas de mantener el mismo número desde hace tanto…”. Ellas no pudieron controlar gestos y exclamaciones de máxima sorpresa, porque Pedro era un misterio, el gran enigma para los de su círculo, protagonista de otras tantas leyendas urbanas. En el instituto era un chico callado, extraordinariamente inteligente, con unas notas espectaculares que nadie le echaba en cara; lejos del arquetípico empollón, gozaba del respeto de la mayoría, un respeto reverencial hacia su superioridad intelectual generalmente asumida. Era fuerte, física y mentalmente, y hacía uso de un sentido del humor incisivo y, en ocasiones, lacerante, aunque por lo general contra personajes que de sobra lo merecían. No tenía un círculo definido de amistades, trataba con todos de igual forma y así, cada cual experimentaba la sensación de haber querido charlar un poco más con él, de desear haberlo podido retener por más tiempo, y esa sensación en los otros le confería un magnetismo creciente. Por lo demás, no hablaba sobre sí mismo, no hacía confidencias, pocos sabían siquiera dónde vivía y nadie conocía con exactitud la composición de su familia ni el estatus social que pudiera corresponderle merced a los ingresos de sus progenitores, de los que tampoco hablaba. Las chicas que se le acercaron más, sólo consiguieron algún contacto físico, por lo que supieron contar. Yolanda y Lurdes se sintieron en algún momento atraídas por él, pero no eran ellas de perder mucho el tiempo, ni de medias tintas, a su modo exhibían la misma independencia que él, lo que les acercó en un breve tiempo a un amago de amistad, lo más reseñable que en este campo se le pudo achacar a Pedro y, quizá, de haber continuado unos meses más por el mismo camino, la sociedad Yolanda, Lurdes, Pedro, Ramiro, hubiera terminado como tantas otras partida en dos. En dos parejas. Aunque probablemente no, ninguno de ellos estaba por su carácter predestinado a eso. Pedro desapareció. Una mañana ya no se presentó en el instituto y no se supo más de él, no hubo forma humana de averiguar dónde había ido, su familia desapareció con él, pues el piso en el que habitaban pasó a estar vacío. Y eso fue todo, lo que corresponde al plano real, claro, pues las especulaciones a que dio lugar el suceso fueron infinitas, en una gama desde lo más habitual hasta el completo absurdo pasando por el surrealismo más estúpido. Dieciocho años más tarde, justo el verano anterior, se volvió a ver a Pedro paseando por el barrio, más delgado, parecía incluso más alto, dicen que volvió a ocupar el antiguo piso de su familia, esta vez solo. Los pocos que trabaron conversación con él no pudieron sacarle más que vaguedades, monosílabos y un apretón de manos. Un par de meses más tarde volvió a desaparecer.

“Tardé en reconocerle, ahora ya ni siquiera se llama Pedro, vive en otro barrio y su aspecto es muy diferente. Aún no sé por qué quiso hablar precisamente conmigo, pero lo hizo. Necesitaba tiempo, así que no pudo ser por teléfono, quedamos para el día siguiente en un antrito detrás de la plaza de la Paja, anochecido, un lugar rojizo con muebles trasnochados que da a un callejón verdaderamente estrecho, me costó encontrarlo. Quizá os lleve, flota una música electroacústica a base de distorsiones que acaba relajando cuando la ignoras, y el personal no se ocupa en absoluto de ti, incluidos los camareros…”. Un asomo de impaciencia comenzaba a abrirse paso entre las cejas de Yolanda mientras Lurdes tensaba el cuello, pero bien conocían las reglas, no se podía interrumpir, de lo contrario Ramiro abandonaría y a otra cosa. Unas gotas gruesas y espaciadas de agua tibia estallaron aquí y allá dejando un par de segundos fugaces manchas ovaladas en el suelo caliente antes de desaparecer evaporadas como por ensalmo. Se hizo necesario extender el toldo y bajo el irregular repiqueteo de la lluvia en la lona, continuó el relato.

“Ha estado en el extranjero, no me dijo dónde, hasta que le ocurrió algo raro y decidió volver. Según parece, un buen día empezó a tener problemas con los dispositivos táctiles, primero el móvil, que no le obedecía a la primera, luego no lograba descolgarlo a tiempo cuando le llamaban. Más tarde quiso sacar dinero en un cajero y le costó al menos diez intentos de pulsar la pantalla con varios dedos, hasta que al fin, en una de las máquinas de pesado automático de fruta en un supermercado, le fue absolutamente imposible completar la operación. La pantalla no reconoció el tacto de sus dedos, la presión, el calor o lo que sea, imposible. Y ya no le funcionó nunca más en ninguna parte, ni móvil, ni tablet, ni nada… Ya me diréis… Acabó por concluir que, de alguna manera, habría dejado de existir. Así es Pedro. Radical. Y todo se le revolvió por dentro, especialmente lo que había sido su vida, y es que dejar de existir así, por las buenas, desequilibra a cualquiera, eso es al menos lo que yo pienso, y así se lo dije. Pero no me miraba, creo que no esperaba consejos, sólo colocar su rollo, ya me entendéis… Insistía mucho en el momento en que debieron abandonar el piso en que vivían, cuando se fue del instituto, como si la existencia de su familia hubiera tomado un carril indebido a partir de ahí. La historia es truculenta, no sabíamos nada, pero llevaban tiempo acosados, amenazados, todo empezó por una tontería, los vecinos de abajo, un matrimonio extraño con un hijo mayor, comenzaron a quejarse insistentemente de ruidos que supuestamente procedían de arriba, del piso de Pedro, aunque ellos no hacían nada anormal. De ahí pasaron a pequeños sabotajes, rayar el coche de su padre, manchar su puerta de pintura, asar sardinas en la terraza para que subiera el nauseabundo olor, etc… Hasta que un buen día empujaron a su madre por las escaleras; denunciaron, pero no se pudo probar intencionalidad y, desde el juicio todo fue a peor, llamadas de madrugada, amenazas de muerte… Su padre optó por abandonar el piso de repente, sin avisar a nadie…”. El cielo se oscureció en unos pocos segundos y un par de resplandores fuertes precedieron a sendos estallidos con sus secuelas acústicas en un corto espacio de tiempo, como si las tripas del Altísimo se quejaran amargamente. Un breve sobresalto cortó el hilo de la narración entre risas nerviosas, pero enseguida los ojos de ellas, muy fijos en Ramiro, le instaron a seguir.

“Un suceso que, a todas luces, no ha podido olvidar. Por lo demás parece haberle ido bien, es cirujano plástico, aunque ha decidido dejar la profesión tras haber amasado una auténtica fortuna. No, no fardaba, dijo lo del dinero de pasada, como con tristeza. Decidió volver al maldito piso cuando perdió la sensibilidad de los dedos, o, por mejor decir, cuando las máquinas demostraron ser insensibles a sus caricias, el año pasado y, por casualidad, estaba vacío, el piso, en alquiler, cosa que no le extrañó cuando lo pensó mejor, probablemente los vecinos de abajo habrían espantado a más de un inquilino. Desde allí se dedicó a observarlos muy discretamente, no le reconocieron, nadie en su antiguo bloque lo hizo, tampoco se dejó ver más que en algún cruce de escalera a deshoras. Pudo constatar algunos cambios en la familia salvaje, el padre estaba en silla de ruedas, la madre más gorda, desgreñada, con los ojos idos, el hijo seguía viviendo con ellos pero se había casado, su mujer parecía ahora la más amenazante, vociferaba un vocabulario soez contra seres y enseres, sus insultos, sus inconveniencias, sus impertinencias chocaban contra personas, animales y objetos, en ocasiones relataba en el mismo tono de voz hiriente, aquellas cosas que le hacía ‘su hombre’, cosas que nadie quería oír. Todo el mundo callaba, su marido era una mala bestia, se hacía cargo en solitario de la frutería desde la minusvalía del padre, y andaba siempre de mala leche, quejándose de todo, jurando y escupiendo. Pedro se dedicó a observarlos a distancia, a la caída de la tarde, el hijo y su mujer paseaban al padre impedido empujando la silla de mala gana por turnos, la madre salía poco. A los pocos días escuchó el timbre de la puerta insistentemente, no le hizo caso, luego unos tremendos golpes, quizá también patadas y gritos, pero no se inmutó; al salir vio que le habían clavado un papel en la puerta, ‘SI SIGES CON LOS RUIDOS CABRON TE VAMOS REVENTAL LA CAVEZA’. Le hizo gracia, no había cambiado nada. El hijo frutero aparcaba su furgoneta en un callejón lateral como le salía de los mismos, nadie osaba ocupar ese sitio y se dirigía a ella de madrugada, hacia las cinco de la mañana, abría el portón trasero, se metía dentro, trasteaba con las cajas, salía, arrancaba y se marchaba a mercamadrid por el género. Así cada día. A Pedro no pudieron pillarle, sólo aparecía por el piso cuando le cuadraba, en realidad no vivía allí, quería experimentar algo y, de paso trazó un plan, al principio por entretenerse, suele darse a ese tipo de distracciones según me dijo, pero luego, lo vio tan sencillo y le pareció tan cutre lo del papel…”.

Por fin rompió a llover con ganas, los tres se vieron rodeados por un rugido sordo y furioso, envueltos en vapor por los tres costados del toldo, las gotas estallaban y se deshacían reventando en el suelo caliente; por sus narices penetraba fuerte un aroma cansado y familiar a miles de veranos pasados revividos por el aguacero, un olor a tierra cocida y empapada, a polvo empaquetado y carbonilla disuelta.

“Una madrugada, finales del pasado agosto, bajó al callejón y esperó entre las sombras, apenas se notaba el fresco entre el asfalto caldeado y las paredes tibias, un silencio pesado aplastaba las sombras y ralentizaba cada movimiento como si todo se desenvolviera en un paisaje lunar. Por el lado opuesto del callejón no tardó en aparecer el frutero y a Pedro se le antojó una figura irreal, de cartón recortado, que se moviera a impulsos de algún mecanismo disimulado; esperó a que abriera el portón trasero de la camioneta y justo cuando con alguna dificultad se encaramaba dentro, llegó por detrás y le calzó a través del pantalón un jeringazo de pentotal que, en un par de segundos lo dejó tumbado dentro, entre las cajas como un fardo; luego le cogió las llaves, cerró el portón y como si tal cosa, se puso al volante de la camioneta. Las calles estaban desiertas, mecánicamente, como en un sueño, conducía entre las farolas y los semáforos cómplices que, en ámbar o verde, le facilitaban el paso. Sin darse cuenta llegó hasta un edificio en una barriada de las afueras, en el bajo había una clínica clandestina, de mala muerte, en la que había alquilado el quirófano con lo indispensable y una habitación, y pagado bien a todo el personal, no necesitaba más, no temía por la muerte del paciente. Se bajó, golpeó un par de veces el enrejado de aluminio maltrecho de la puerta y salieron dos tipos con una camilla que, no exentos de habilidad, llevaron al frutero dentro del edificio. Pedro entregó las llaves del vehículo a uno de ellos para que se encargara acto seguido de hacer desaparecer la camioneta por un tiempo. Luego trabajó intensamente, durante horas, aplicando toda su habilidad para un ligero cambio de look, afeitado integral, no perdió tiempo con la liposucción, vaginoplastia y un par de tetas de silicona. La cara se la dejó exactamente igual. Acabó extenuado y, antes de marcharse, dio instrucciones para que, durante cuatro días, lo mantuvieran fuertemente sedado y con un tratamiento hormonal de choque, al cabo de los cuales, sus dos colaboradores debían depositarlo de nuevo en la trasera de la camioneta en algún lugar alejado de su casa”.

Había parado de llover, una atmósfera limpia hacía brillar la cara de Lurdes con la boca muy abierta y los ojos pícaros sonrientes, hizo un gesto abanicándose con la mano y luego señaló a Ramiro, “¿te has inventado todo eso?”, él sonrió de medio lado mientras Yolanda, que se había acercado, le ponía la mano en la frente, “tienes la cabeza llena de mierda”. “Podéis creer lo que queráis, él ya no volverá, tiene otro nombre, otro aspecto, no sólo físico, mandó a alguien con su pasaporte al aeropuerto y no sabe si se quedará, me dijo, pero, en cualquier caso, no volverá a contactar con ningún conocido, ahora, para todo, utiliza teclado”. Y para aprovechar el aire fresco, que en aquel instante sí corría con ganas por la terraza, se tumbaron desnudos en el suelo, muy juntos, a echar tranquilamente un cigarro.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

7. EL HOMBRE


Ya no podía hablar, el hombre, tendido como estaba en los huesos sobre el camastro aquel; todavía me acuerdo, alrededor su mujer tapándose la cara, el médico, que ya se iba, y el cura, que acababa de entrar; dos de sus hijos en un segundo plano, ya mayores, miraban con pena, y entonces, el moribundo levantó la mano todo señas y huesos indicando que se acercara el mayor. El tipo, un hombretón ya con poco pelo, bajó la cabeza cuanto pudo por si podía pescar alguna vibración reconocible en aquel hilo de voz, y entonces, la temblorosa mano del padre, rozando por detrás la oreja de su primogénito, obró una vez más el milagro, sacando para él una dorada chocolatina.
 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

6. LA REUNIÓN


“Mi mujer tiene un perro”. Eso es todo lo que Mario pudo articular tras de un silencio incómodo, infinito y a la vez esperado. “Mi mujer tiene un perro”. Mario Montes, en una carambola sin sentido, coincidió aquella tarde gris plomo (finales de febrero) con Alfredo Meneses y Carmelo Aguado, de los departamentos didácticos de Dibujo y Ciencias Sociales, respectivamente. En el lugar más inesperado: su propio centro de trabajo, a unas horas, eso sí, en las que ningún profesor suele acercarse por allí, terminadas las clases mucho antes. Y entre los tres, hallados cada uno “in fraganti”, prosperó la necesidad individual de explicar a los otros el motivo de tan intempestiva visita al instituto; todo esto como colofón a una también compartida cadena de sentimientos engarzados tras comprobar que no se estaba solo: fastidio, ridículo, culpabilidad, zozobra, curiosidad… Algo así, no sé si en ese orden. Mario Montes, titular de química, física y química, estaba, aquella tarde, agazapado en el laboratorio, segunda planta, al fondo del pasillo opuesto a las aulas, a la derecha, todo a oscuras excepto el propio laboratorio, iluminado a un treinta por ciento de su capacidad (sólo una de las tres filas de fluorescentes). Trasteando Mario en silencio con algunos frascos, olores salvajes de botica, limpiando los estrechos tubos de ensayo sobre la pila cuadrada que devolvía soberanamente amplificado el golpeteo del débil hilo de agua que manaba del alargado grifo pico de cigüeña. El repiqueteo de las gotas perdidas, roto el canijo chorro por la interposición del tubo y las propias manos de Mario. Muy desagradable todo, incluido el metisaca obsceno del artilugio bastardo a modo de cepillo redondo, de escobilla erizada de púas siguiendo un patrón retorcido, helicoidal, a las órdenes del torturado alambre de acero. Y Mario, que nunca soportó esa operación, la inhóspita limpieza de tubos, todo frío, agua, cristal y escuálidos espumarajos de impotente espuma; se encontró solo, realizándola por lo que parecía iniciativa propia. Y eso porque a veces, cualquier cosa mejor que la inactividad, todo mejor que el silencio. El silencio, espacio de la verdad, antesala del miedo, como esos momentos de angustia en los que uno cree morir y el mundo se para, antes del vómito. Por eso, en ocasiones, uno se mueve, y hace ruido, y trata, por todos los medios de no dejar resquicio al subconsciente, a la propia conciencia. Trata de tapar la boca al de dentro, a ese individuo que no entiende de componendas ni de disimulos, que no tiene piedad, ni sentimientos, que pregunta sin ningún pudor por la verdad que bien conoce de antemano pero que quiere oírtela decir alto y claro. Mario montes giró rápido la llave del grifo provocando un ostensible aumento del caudal y se multiplicó el ruido enriqueciendo el espectro de los armónicos. La pila cuadrada retumbó de veras, y en su pulida superficie las salpicaduras organizaron un polirritmo percusivo al tiempo que el grueso del chorro impulsaba el volumen de los agudos ofreciendo una polifonía plana y lúgubre. La tarde entre tanto, por la ventana más alejada, oscurecía el gris húmedo a hurtadillas, y unas gotas finas y heladas, como esquirlas de un demonio de hielo, perlaban una fracción de segundo el espacio intempestivo. Entonces unos pasos arrastrados, imperceptibles para Mario, obsesionado en no dejar salir a la bestia, concentrado en el salpicado sonido cerámico, en el baile de las gotas sobre el blanco brillo, en la fantástica desaparición del líquido por el agujero del desagüe como si por él se deslizara, a la misma velocidad, su propia vida. Los pasos terminaron apoyados en el marco de la puerta del laboratorio, cansados. “Buenas tardes”; y, al levantar la cara de la pila, no menos blanca, la cara de Carmelo fue como una aparición y, al mismo tiempo, como si siempre hubiera estado allí. Así de conocida le era esa fisonomía de ojos grandes y absurda sonrisa; pero no esperaba encontrarla y se azoró, a duras penas cerró el grifo sin saber qué dejar primero, la escobilla o el tubo de ensayo, ni donde apoyarlos. Y en su azoramiento agitó por simpatía a Carmelo, consciente en ese momento de que también él tendría que explicarse, que despejar las dudas ahora al descubierto por su presencia allí, a esas horas, las dudas que pondrían sobre la mesa el vacío de vida que impulsa a un individuo a regresar a su lugar de trabajo durante las, tan ansiadas para los demás, horas de ocio.

“Me olvidé de preparar la práctica, y mañana a primera hora…”, fue Mario el primero en justificar la anomalía, y acto seguido Carmelo, “Pues yo me he dejado la agenda, ya ves; en casa comencé a dudar si no habría puesto para mañana algún control a los terceros…”. Silencio. Un olor a hormigón húmedo se colaba por las rendijas de las ventanas de aluminio, siempre mal ajustadas, recordando el inaprensible aroma a segundo trimestre. Un aroma largo, desabrigado, con matices tristes de fiestas pasadas, desesperanzado. Ráfagas de viento helado azotaban el muro exterior del laboratorio justificando el silencio expectante de los dos, ansioso por encontrar un final próximo. Y en ese silencio otros pasos, “parece que no estamos solos”, salió de la cabeza de Carmelo vuelta hacia el oscuro pasillo, como si pudiera indistintamente hablar por delante y por detrás; hasta que los pasos trajeron a Alfredo, barriga por delante sobre sus piernas escurridas. Los pantalones de Alfredo siempre colgaron bajo su barriga como ropa tendida, puestos a secar, sin piernas dentro; nunca unos vaqueros lucieron una caída tan similar al tergal, qué cosas. “Pensé que estaba solo”, “me alegro de veros”, y Mario quedó petrificado por la granítica sinceridad de la frase, la frente y los pómulos de Alfredo expresaban una suerte de alivio, la interna alegría del náufrago rescatado, “me he quedado trabajando y se me han hecho las tantas, pero ya que estáis aquí…”       -Qué. Ya que estáis aquí qué?- quedó flotando la duda en los ojos de los otros, y aún pudo dar un par de vueltas por el vacío laboratorio, deformándose al pasar tras los cristales curvos de tubos y redomas, porque Alfredo calló. Y no parecía que tuviera ya ninguna intención de continuar por ese camino. Ahora los tres estaban dentro, Mario se alejó de la pila y se secó cuidadosamente las manos, como dando tiempo; Carmelo se sentó en una de las altas mesas del laboratorio, las piernas colgando y, los dos, por orden explicaron a Alfredo su presencia con exactamente las mismas palabras que habían utilizado minutos antes, como un papel aprendido para la función de fin de curso. Y fue entonces cuando él, sin introducción, sin anestesia, les dijo aquello de que no quería volver, a su casa, que no era la primera vez que se quedaba. Que en su casa no había nadie, que, de repente, no aguantaba más la soledad, aunque siempre había vivido solo. Y no estuvieron en absoluto preparados para aquello, para la sinceridad digo, y, por supuesto, no correspondieron con un ápice de ella por su parte, al contrario, Mario calló, pero Carmelo pasó por alto lo que acababan de oír para con voz nerviosa relatar algunos chascarrillos sobre el trabajo, las clases y los demás compañeros o compañeras, sobre todo de ellas… El discurso se volvió monocorde, interminable. Mario maldijo el día en que el maldito perro entró en su vida, o en la de su mujer, por mejor decir, porque el dichoso perro le estaba comiendo por dentro. Maite, su mujer, siempre quiso tener uno, él no hizo mucho caso pero, pasado el tiempo, cuando el capricho parecía olvidado, se presentó la oportunidad, un cachorro, unos amigos… Maite se volvió loca de remate y él… bueno, Mario se alegró al principio de verla tan feliz y pasó por alto las molestias. De eso hacía ya año y medio, el perro había crecido y Maite desaparecido. Desaparecido para él. No soportaba ya el olor acre del animal, las dentelladas a los muebles, el sofá lleno de pelos, las meadas que aún se le escapaban, los esporádicos vómitos, las salidas intempestivas a la puta calle para que hiciera sus necesidades… Y no era lo peor, Maite le hablaba, le acariciaba constantemente, le pedía opinión sobre cualquier cosa, y el maldito perro se le subía encima, le lamía la cara, los labios, con esa lengua viscosa. Hacía tiempo que no podía besar a su mujer y Maite no parecía haberlo notado.

Alfredo esperó, esperaba como si todo el tiempo le perteneciese y pudiera dilapidarlo a su sabor, sonriente, escéptico, paciente. Miraba a Carmelo como pensando “sí, hombre, sí, di lo que quieras, derrama tu nerviosismo, dilata el momento, va a dar igual”, y sus ojos mostraban sonrientes un abismo construido de infinitas paciencias practicadas en millares de clases perdidas, dentro de aulas uniformes, ajenas al paso de las estaciones por las ventanas, de los años, de los lustros, paciencias en espera del silencio, de la aplicación, de la buena educación, del trabajo; en espera, siempre esperando por si la próxima generación, los siguientes, por si la civilización occidental fuera obrando en las cabecitas de niños, de adolescentes, de padres… Alfredo asintió a la penúltima insulsez atribulada de Carmelo (afanado en no dejar un segundo de silencio, presintiendo lo que ineludiblemente habría de pasar), con la seguridad del que manda, “ya pararás”, sonreían sus pómulos levemente contraídos en esa mueca tan común que expresa la simpatía por compromiso. Y parecieron sus pómulos –esto sorprendió a Mario- una vez más, redondos, casi turgentes, como si hubieran por milagro recuperado esa porción de grasa que abandona la piel tras la juventud, dejándola poco a poco como pergamino y luego como papel, al fin una película casi transparente que cubre la calavera como gasa mojada en las personas muy ancianas. Carmelo respiró por fin, rendido a la superioridad en la mirada de Adolfo, en el momento en que un ruido telúrico se colaba anulando el repiqueteo de la lluvia que había decidido insistir. Una vibración grave los sobrecogió un segundo. Luego Mario, mirando hacia el suelo desde la ventana, con prevención, pudo sorprender al conserje encapuchado, atravesando el patio seguido por dos grandes contenedores de plástico gris y tapa anaranjada. Las ruedas de los cubos de basura saltaban por las aristas del encofrado a base de polígonos regulares que civilizaba el hormigón armado del suelo del patio, exigidas sin misericordia por la urgencia de Roque, el conserje. Provocador del pequeño terremoto local capaz por un momento de alterar el curso de las cosas. Sólo un momento, y Alfredo, sin prisa, “pues yo, de repente, lo dicho, ya no aguanto estar solo, y empiezo a dudar si aguantaría acompañado…”. Nada podía detener la sinceridad de acero que oponía Alfredo en aquellos instantes. Les descubrió el vacío de su apartamento pieza por pieza, el nerviosismo absurdo que se apoderaba de él tras la comida y que ya nunca le permitía una buena siesta. La mano ansiosa hurgando sin cesar en el mando a distancia, los ojos que no paraban en sus órbitas delante de un libro, sin paciencia, sin pudor, queriendo llegar al final sin siquiera sobrevolar el principio, ansiando quizá atrapar con urgencia cualquier deleite que pudiera atesorar el volumen y sorberlo sin pérdida de tiempo para ir a buscar otro, y no, no era eso, no era así; así acabó también por olvidar el placer de la lectura y, una tarde, quiso hablar con alguien, lo quiso con la misma urgencia con que últimamente se le imponían todas las cosas, como el que se orina irremisiblemente, y buscó nervioso en una vieja agenda, como si no supiera de memoria los nombres que allí figuraban; buscó como si por casualidad hubiera allí olvidado el teléfono de alguna vieja novia, implorando una laguna en su memoria, esperando con desesperación descubrir el nombre de una relación olvidada, como si pudiera existir ese olvido, una mujer que alguna vez lo quiso y que aún, por no sé qué, le estuviera esperando. Y se hacía de cruces al contarlo entre el llanto y la risa nerviosa, porque de verdad lo creyó posible, quería tanto creerlo que repasó la libreta varias veces, hoja por hoja, aún sabiendo de sobra que sus relaciones con el sexo opuesto habían sido dos, la primera a los catorce años y ella no llegó a saber más que de su amistad (por supuesto entonces nadie se daba el teléfono) y la siguiente a los veinticinco, Andrea, el amor de su vida, duró tres meses. La policía vino a verle para que dejara de llamarla un año después (un año, quién lo iba a pensar, no era en absoluto consciente de haberla llamado tanto, ni le parecía posible que hubiera de repente pasado un año. Sólo quería saber por qué, si no había notado nada, por qué no quiso verle más, en qué había fallado, por qué de repente, por qué…). En la sobada agenda, pastas plastificadas azul marino, hojas sucias a una raya, amarillentas, las puntas dobladas o enrolladas, sólo nombres pretéritos de parientes lejanos, la mayoría con la alambicada letra de su difunta madre (Dios la tenga en su gloria), algún fontanero ya desaparecido, Talleres Marcelino –no recordaba que un día tuvo coche- y el teléfono también de la asistenta. Nada. Un par o tres de tarjetas de otras tantas editoriales. La soledad es como un globo que va perdiendo el aire cuando uno está dentro. No solo está uno aislado sino que el espacio, que debiera expandirse con la ausencia de otros seres, se contrae hasta envolverte como una membrana elástica irrompible. La sensación es asfixiante, no encuentras el resquicio, la salida, el hueco para respirar, la conversación con otro ser humano, la comprensión, la amistad. Nadie conoce las miserias que te afligen, las virtudes que te adornan, los vicios que te avergüenzan; las pequeñas cosas que te hacen disfrutar nadie las conoce, nadie quiere conocerlas. Todo queda en casa, nadie más disfruta la comida que te salió exquisita, nadie te pone la mano en la frente por si tienes fiebre, ni te disputa el canal de televisión, ni canta los goles de tu equipo o te afea la afición al fútbol, ni te saca de tus obsesiones, nadie se queja si la casa está fría o te pregunta si llueve o te sientes enfermo esa misma mañana. Nadie. Solo el globo va perdiendo el aire que ya te falta para respirar, la membrana de goma se te pega al cuerpo y braceas intentando liberarte, husmeas por las agendas, estrujas tu cerebro; en busca de alguna breve, insustancial, pequeña conversación abandonas la casa, pero la soledad no te abandona a ti.

Carmelo trató de intervenir pero esta vez no pudo, todo quedó en un gesto ahogado en una mueca, sólo él sabía de qué perros rabiosos intentaba escapar con su palabrería informe, pero pareció darse por vencido y miró al suelo quizá pensando que al final sería igualmente devorado como Alfredo, si no lo había sido ya. Mario se iba enfriando por dentro, reconociendo mucho de lo que oía, demasiado, atando los cabos de una conclusión funesta, como quien punto por punto identifica en sí mismo los síntomas de una enfermedad mortal. Alfredo seguía, cerca ya del final, cuando vuelves a casa sin haber encontrado, tras de un paseo incómodo y estéril, oscurecido ya, y no ves la razón para encender la luz porque estás solo y total… “Te encuentras en medio del sofá, un espacio infinito a los lados y al mirar hacia abajo, al pantalón, sorprendes las migas que han quedado entre los surcos de pana, miserables testigos de una cena muda, de un día sin vida, de una vida triste, y una pequeña lámpara de grasa que te hace por fin saltar las lágrimas y te das lástima y piensas ‘si me viera mi madre, Dios, menos mal que no puede…’”. Mario reconoció por fin en su cabeza que estaba allí para algo, para algo concreto, por eso había revuelto entre los frascos de sustancias tóxicas, peligrosas, pero ¿para quién? ¿qué ser debía abandonar el diabólico triángulo? ¿era acaso el perro, un animal inocente, irracional? ¿era culpable Maite por desear una mascota y dispensarle su cariño? Porque eso parecía algo de lo más común… Mientras en sus oídos se apagaba progresivamente el discurso de Alfredo, Mario rellenó hasta la mitad tres tubos de ensayo con una mezcla que le pareció adecuada y luego levantó la cabeza para mirar fijamente a sus compañeros. Había parado el viento y, aterida, asomaba la luna entre unos retazos de nubes como trapos sucios. “¿Ibas a decir algo, Mario?”… “mi mujer tiene un perro…”.

sábado, 16 de noviembre de 2013

5. OBJETOS


Parecen inanimados, carentes de ánima, esto es. Sin alma, para entendernos; luego, hay otras cosas en ellos más difíciles de entender. En los objetos, digo. Yo mismo tuve, por así decirlo (pues los objetos –así lo convenimos- pueden poseerse) una pluma. Era aquella una pluma de veras inolvidable, más aún considerando que estuvo por tres veces en mi poder, aunque, en honor a la verdad, creo que nunca llegué a poseerla y de ahí una buena parte de mis dudas con respecto a los objetos, pues ella, la pluma, mostró desde el principio una suerte de independencia, cómo decirlo, un atisbo de vida propia. Sí, de vida.

Fue primero un regalo de mi difunto padre (Dios lo tenga en su gloria si quiere estar entretenido) mal recibido por un adolescente entonces egoísta, caprichoso, acomplejado, huraño, hipocondríaco, acabado proyecto de cretino. Yo deseaba una e imaginaba otra muy distinta a la que recibí casi de uñas sin poder acallar mi frustración pueril. La miré de soslayo en su caja cuadrada y marrón y me desagradaron su forma y su tacto y, más tarde, su trazo demasiado grueso. Ella no me miró y ese fue el primer síntoma, no es que yo lo notara, perdido como estaba en mi estupidez nebulosa y hormonal, presa de mi disgusto desconsiderado. Pero no acusó en absoluto mi desprecio, eso es seguro, por la dignidad con que exhibía su brillo metálico, sus dorados extremos, su estilizado cuerpo, impecable. Por la naturalidad con que descansaba en su almohadillado nicho de terciopelo. No estaba triste, muy lejos del calamitoso aspecto de los juguetes olvidados, descartados; del resplandor llorón de las joyas infravaloradas o aparcadas en la oscuridad de los pequeños cajones del secreter. Nada de eso, ella no se dolió en ningún momento, ni trató de llamar mi atención por cualquier medio con los serviles subterfugios de los artefactos que se te cruzan en cualquier sitio haciéndose los encontradizos, de los utensilios con que no dejas de toparte cada vez que buscas cualquier otra cosa, interponiéndose en tu prisa, reclamando un pellizco de protagonismo aunque solo sea mientras los apartas contrariado de cualquier manera, a riesgo –y ellos lo saben- de resultar dañados en la maniobra. Ésta no, yo no la quise y ella, sencillamente desapareció; me costó un triunfo encontrarla una tarde que hastiado y, cómo no, por capricho, quise rescatarla por probar algo nuevo, por si acaso me estaba perdiendo alguna cosa o por cualquier otro mezquino motivo que ahora no recuerdo. La llené de tinta y ensayé unos trazos que enseguida me desagradaron, por gordos, y acto seguido me molestó su talle, por delgado, luego volví a guardarla, por tonto, con cierta rabia y un notorio disgusto; no supe apreciar la caricia de su plumín dorado en el papel que levantaba una suave música de viento entre lejanos chopos y el destilado olor a tinta. Ahora pienso que allí, confinada en su caja marrón liso que imitaba cuero, rectangular, brillante, muy marcadas todas las aristas, pasó unos años, mientras se sucedían los días y los meses, ajena al sol y a las tormentas, a las noches oscuras y estrelladas, hurtada del tiempo y de las estaciones. Qué pensaría mientras yo estudiaba, mientras salía, mientras en la tele resonaban los cuartos y las campanadas de otro nuevo año.

Me fui de casa al fin con la prisa encendida del joven inconsciente, me llevé lo que pude en unas cajas, lo que me permitió mi desatención atolondrada, mi inexperiencia ignorante que menospreció entonces lo vivido hasta allí y también, por tanto, sus objetos, ingenuos delatores de todo lo que en principio quería abandonar, soplones de ridículas sensiblerías, de gustos infantiles, bastardos o paletos, tristes impenitentes testigos de aficiones corrientes, de costumbres sin clase, de oscuras aficiones, de deseos baratos. Me dejé casi todo y una tarde pasados unos años, pocos, al fondo de un cajón, bajo unos libros, reconocí pulido el estuche marrón de la pluma. Sin querer la había llevado conmigo y ella, discreta como siempre, no hizo ningún ruido que pudiera denotar su presencia. Yo estaba algo más calmado, mi padre había muerto y abrí el estuche con precaución; algo de la mañana luminosa de otoño volvió a lucir entonces, como cuando fuimos a comprarla en una minúscula papelería de las afueras al otro lado de la ciudad, allí él la había encargado a un su amigo. Caminaba mi padre conmigo, ilusionado, mucho más que yo, casi rozándome, bien sabía él que no era la pluma como yo la quería, eso era complicado, y muy caro, pero se había ocupado de buscar un ejemplar magnífico dentro de sus posibilidades, quizá algo más allá, y confiaba en que terminara gustándome como la que más. Así me glosaba sus características mientras un tímido sol de sábado nos envolvía a los dos en celofán amarillo. Me pasó la mano por la nuca… Lloré, la pluma era otra, la misma, pero otra la que encontré al fondo del cajón inesperado, lloré a mi padre todo el rato que duró la limpieza, cuidadosa, y después el llenado de tinta, y aún más cuando el plumín dorado desplegó sobre el papel su música de viento entre los chopos lejanos y pudo su aguada tinta mezclada con mis lágrimas recordarme el aroma de otro tiempo del que no hacía tanto renegaba.

Y comenzó otra época, por esa necesidad tan humana e inconsciente de señalar por tramos el tiempo, míseras chuletas para el recuerdo. El recuerdo, el elixir dorado que resulta de destilar el tiempo, de estrujar nuestra vida, nuestros momentos en la prensa inexorable de nuestra memoria, para al fin extraer unas gotas, unas pocas, algunas muy amargas. Otra época en que llegué a idolatrar esa pluma, aunque no crean, ella no perdió la cabeza por ello, ni mostró un entusiasmo servil cuando volví a descubrirla en el cajón y la acaricié entre lágrimas, ni se mostró más tarde entregada, o jactanciosa, por gozar de mis favores a diario. Se dejaba acariciar, y oler, yo entonces la olía mucho, merced a un accidente que sufrí durante un ciclo de conferencias. Bueno, la cosa vino a ser que me interesó acudir a una serie de cinco conferencias sobre la Bauhaus en una de estas fundaciones de pitiminí que cuentan con salones de actos enmoquetados, envarados conserjes y, a veces, conferenciantes a los que difícilmente podríamos introducir un piñón por el orto (caso de ser esto necesario para algo, que por fortuna no lo suele ser). Venía mi interés, como casi todos los míos por una visión romántica que había urdido yo sobre el dichoso movimiento a base, fundamentalmente, de lo sugerente del nombre, de algunas frases entrecortadas pilladas sin ningún contexto en conversaciones ajenas, el título de un par de libros y las ensoñaciones que de todo ello se formaron sin ningún control en mi cabeza. Yo funciono así. En fin, el caso fue que, a los diez minutos de comenzada la segunda (conferencia), cubierta la casi totalidad del aforo, chirrió un poco la puerta de entrada al feliz recinto y asomó por ella una criatura etérea, apresurada en sus pómulos ligeramente coloreados y en sus cabellos que escapaban a la coleta, con la mirada azul ansiosa, algo inocente, por encontrar lo más discretamente posible un hueco, y ahí anduve yo por una vez rápido, afortunado y casi desinhibido (quién me lo iba a decir a mí) porque justamente a mi vera, medio tapada por mi abrigo, se encontraba una butaca vacante (porque son auténticos butacones mullidos, los que pueblan semejantes salones de actos)  y tuve la osadía con un gesto de cabeza y brazo de ofrecerla a tan deliciosa criatura en el momento crítico en que, desatendiendo al conferenciante,  la concurrencia comenzaba a curiosear desde las primeras filas la maniobra de la chica. Aquello fue un auténtico golpe de suerte, porque ella era preciosa, espigada, casi rubia, su cara blanca y rosa y una piel de melocotón sin estrenar rodeando las formas justas desde los pómulos a los tobillos. Era al mismo tiempo atrevida e inocente, cariñosa y distante, intelectualmente provocadora sin llevarlo al límite, formal y descocada. Descorchamos algunos juegos inocentes durante las conferencias y, a la salida, yo la acompañaba un largo trecho andando sin dejar un momento de mirarla, vamos, creo que me la comía discretamente con la vista. Una tarde vino sin bolígrafo (era algo despistada) y le dejé mi pluma. Desde entonces quedó aquella bañada de tal modo en el perfume de ella (del que yo ni tan siquiera había sido consciente a su lado) que pasó a formar parte de su palillero y, meses después, aún podía olerse con nitidez. Yo me bañaba en ese olor cada noche y era como una droga potente que me transportaba sabe Dios donde. El último jueves, pues ese día tenían lugar las conferencias, alguien vino a recogerla, qué sé yo, su novio, o su marido; ella hizo un gesto apresurado con el brazo y corrió precipitadamente hacia él, un tipo con gabardina y todo el pelo, sin siquiera despedirse. Y le besó en los labios sellando la frustración más grande que un ser humano puede concebir, con lo que yo había preparado para ese último paseo, pensaba haberle dicho… Le hubiera dicho algo sin duda sobre la finamors y el elixir que desprende la contención del deseo, “muero de sed junto a la fuente”, recordando aquella canción provenzal en el tiempo de los trovadores, o cualquier otra estupidez que la hubiera hecho sin duda correr aún más deprisa que la llamada de su hombre. En fin, unos meses más tarde la perdí, cuando aún conservaba indeleble el aroma de su colonia, cuando más la deseaba, perdí la pluma. Y me llevé un disgusto, no sé ni dónde, pero un día ya no estuvo. Por ninguna parte; pensé que se vengaba de mis antiguos desaires, mis desatenciones y miserias para con ella en el tiempo en que no supe apreciarla y quizás fue así; pudo también cansarse de andar cada noche pegada a mis narices, entiendo que no es plato de gusto… Son sólo hipótesis, porque ella no dejó ninguna nota. Siguió un periodo en mi vida que no tuvo nada de particular, no sabría qué decir sobre él, ni si el soberano aburrimiento en el que se bañaba tuvo o no algo que ver con la pérdida. Dos o tres años más tarde –y esto parecerá mentira- volví a encontrarme con la señorita de la Bauhaus (ni que decir tiene que, desde aquel episodio, cualquier referencia a la dichosa corriente, por muy tangencial que fuera, cualquier edificio cúbico, cualquier diseño simple me olía a Ella) sentada en el trastero, merendando. Pensé en marcharme pero, de verdad, estaba tan aburrido que fui a sentarme frente a ella sin más, en su mismísima mesa, y es que en ocasiones el aburrimiento te confiere esa audacia sobrenatural: ella estaba sola. Se me quedó mirando, me conoció, claro, y yo pensé, “verás, ahora va a saludarme de la manera más superficial, como si se alegrara de verme”, por ponerme en lo más doloroso que, en mi situación, hubiera consistido exactamente en eso, en expresarme formalmente la más absoluta indiferencia. Esa misma mañana yo había encontrado entre los restos de una antigua papelería que liquidaba todas sus existencias por cierre, una pluma exactamente igual a la que me regaló mi padre. Ella, sin dejar de mirarme, preguntó simplemente “dime ¿cuántas veces estuviste a punto de besarme?”, y yo tardé algunos segundos, “creo que fueron tres” .